Mario Levrero, “La máquina de pensar en Gladys”


Mario Levrero, La máquina de pensar en Gladys (1970). Bogotá: Laguna Libros (2018), 168 pp.

Uno termina este libro como si lo hubieran electrocutado en el momento en que estaba saboreando miel: ¡qué delicia!… y ¿qué pasó?

Es mi primer encuentro con Levrero y no será mi último. Su ficción es una mezcla muy rara en español. Los cuentos son hipnóticos: lentos y descarnados, poblados por situaciones fantásticas e imposibles que se leen como si no fueran ni fantásticas ni imposibles. Levrero aquí cotidianiza el absurdo, a la vez que lo cotidianidad de los cuentos se descose en filamentos que no se pueden hilvanar de nuevo como la cotidianidad que conocemos.

Luego de un prólogo muy bonito de Fernanda Trías —sobre la “constelación de influencias” que Levrero la ayudó a conformar, sobre la aversión de Levrero a los prólogos— viene el cuento epónimo. Es un texto de dos páginas que parece una descripción de una noche cualquiera en la vida de un contador cualquiera, excepto por la presencia de una máquina extraña: la “máquina de pensar en Gladys”. Luego de pasar por el túnel extraño y sugerente que es el libro, el cuento reaparece, pero esta vez en una versión surreal y poderosa: se llama “La máquina de pensar en Gladys (negativo)”. Donde antes se secaba una “camisa de poliéster” en el baño, ahora, en la segunda versión, “el caballo degollado continúa pudriéndose en la bañera” (p. 167). Ahora sí estamos listos para lo que no vimos la primera vez, pareciera decir Levrero. Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos.

Hay situaciones sacadas de un cuadro de Escher, como el señor que, en “La calle de los mendigos”, abre un encendedor y despliega sus mecanismos internos hasta el punto de que se convierte en una estructura completa que le permite entrar y lo lleva hasta una calle. En “Historia sin retorno Nº 2”, un señor, incapaz de dejar abandonado a su perro en un bosque, se deja abandonado a sí mismo. Encontramos a un señor que se vuelve esclavo de la realidad al cruzar al otro lado de un espejo en “El rígido cadáver”. 

Vemos gente que se queda atrapada en distintas obsesiones, como el niño que busca entrar al sótano de una casa infinita en “El sótano” o el señor que busca traspasar a un mundo de gente dorada que puede ver desde el sótano de su casa en “Los reflejos dorados”. Ambos terminan el cuento envejeciendo rápidamente mientras buscan alcanzar el objeto de sus obsesiones. No es coincidencia que ambos cuentos terminen en el sótano. De cierta forma, es lo que logra Levrero con nosotros: nos lleva hasta a ese sótano mohoso y oscuro que está sepultado bajo las edificaciones de ladrillo y mármol que le presentamos al mundo.

“Gelatina” es un cuento especialmente hipnótico. Pareciera describir la vida de un deambulante, pero no es alguien que deambula por un mundo como el nuestro. La gente se organiza en bandos: “los ciegos”, “las gordas”, “los deformes” y los temidos y destructivos “tullidos”. En este mundo operan otras reglas: al acostarse con una prostituta virgen, al narrador inmediatamente lo casan con ella; y, al abandonarla, lo someten a terribles castigos corporales. Lo más “otro” de este mundo es una sustancia que se va apoderando lentamente del paisaje. Se llama “gelatina”. La gente abandona sus casas y sectores enteros de la ciudad para evitar ser devorada por ella. Es un cuento de Beckett al que se le añade una dosis de ciencia ficción.

Mi cuento favorito es “La casa abandonada”. Se compone de episodios sobre distintos aspectos de una casa que, aunque abandonada, la visita un grupo de curiosos que “saben de algunas cosas que allí suceden” (p. 31). Los episodios se enfocan en distintos aspectos: las hormigas, los “hombrecitos”, las “mujercitas”, el papel tapiz, una lombriz enorme que sale por las tuberías, las arañas, el unicornio… Cada episodio abre nuevas especulaciones sobre la casa y termina sugiriendo interpretaciones simbólicas muy sugerentes. Por ejemplo, la descripción sobre los intentos de ver a un unicornio termina, abruptamente, con esto: “hemos visto las huellas de patas de caballo, hemos encontrado bosta fresca, hemos oído una noche flotar un suave relincho, hemos hallado a la mañana siguiente a Luisa —de dieciséis años, que se había plegado a nuestro grupo días atrás—, con el pecho atravesado por un enorme único agujero, desnuda, monstruosamente violada” (p. 44). Pareciera empezar con un “qué delicia de descripción” y terminar con la descarga eléctrica de un “¿qué pasó?”.

Es Levrero.

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