Pequeñas resistencias (tres)



(Se publicó primero en la revista HermanoCerdo, aquí)

Llegué al tercer volumen de Pequeñas resistencias con expectativas muy altas. Para empezar, las cifras eran dicientes: los volúmenes anteriores habían seleccionado entre 45 millones de personas (España) y entre 42 millones de personas (los seis países centroamericanos recogidos en el segundo volumen). En los nueve países suramericanos del tercer volumen, los editores podían escoger entre más de 195 millones de habitantes. Eso se traduce en una mayor cantidad de potenciales escritores. Y, más allá de eso, estaba el prestigio del que gozan los cuentos de Suramérica, especialmente de Argentina.

Los criterios editoriales en este volumen retornan a los del primero de Pequeñas resistencias: la edad importa (son escritores nacidos desde 1960) y cada autor debe haber publicado por lo menos un libro de cuentos. Como en el volumen anterior, se recoge un cuento de cada autor, lo que hace que las muestras fluctúen: por ejemplo, de Claudia Peña y de Inés Bortagaray se publicaron textos de dos páginas, mientras que de Martín Kohan uno de catorce. El número de cuentos por país también varía, desde un mínimo de cuatro textos (Bolivia, Ecuador, Paraguay) hasta un máximo de ocho (Argentina).

Hay nueve editores en el libro, uno por país. Se incluyó un cuento de cada editor, y además cada uno se encargó de seleccionar a los demás autores de su país. Entre algunos editores, aflora una visión trágica sobre el panorama editorial del cuento. Vásquez señala que “[l]a crítica, en Colombia, es inexistente” (31). Padilla reporta que “Bolivia no es un país que pueda tener escritores profesionales” (34). Muchos apuntan hacia la presencia de practicantes del género, pero resaltan la indiferencia con la que los reciben en las editoriales (salvo que presenten o prometan una novela).

Antes de seguir, he aquí la única crítica que haré sobre exclusiones e inclusiones en estas antologías: ¿cómo se pudo haber quedado por fuera Pedro Mairal? Mairal ya había publicado en 2001 su libro de cuentos Hoy temprano. El cuento epónimo, “Hoy temprano”, es un texto sólido que hubiera ayudado mucho a perfilar la selección de cuentos argentinos en Pequeñas resistencias. Hasta ahí la crítica.

En el libro, hay algunos modelos y temas recurrentes. Si en el volumen anterior sobraba la formalidad, en este caso ha sobrado la frialdad. Muchos adoptan para piezas enteras, o para trozos significativos de una obra, el tono laborioso de un ensayo. Por otro lado, se incluyeron varios cuentos de narradores en primera persona que se pasean frenéticos, muchas veces con droga en los bolsillos, por distintos contextos urbanos. No es infrecuente que se asomen la política o el clasismo en los márgenes de varias historias, pero casi ninguna es de manera explícita “social” o “política”. (El cuento de Alberto Barrera Tyszka explora muy bien la relación entre literatura y política de cara al ascenso del chavismo en Venezuela).

Algunos cuentos se sienten lentos por el lenguaje, que es acartonado o esclerótico. Un sencillo ejemplo, al parecer inofensivo: “El mesón donde escribía Pérez de Albéniz estaba colmado de dibujos extraños. Sin duda había estado trabajando toda la noche: un tazón de café derramado y colillas de cigarrillos esparcidos por todos lados atestiguaban mi apreciación” (172-173; Max Valdés, “El festín de la náusea”). El cierre de la oración es pesado, sin necesidad de serlo. Pero sobresalen dos cosas más importantes. En primer lugar, hay palabras que sobran, y en la ficción no debería sobrar ni una. Lo segundo es que muchas de ellas sobran porque el narrador insertó una explicación innecesaria, que presenta una conclusión a la que llegaría el lector si tan sólo le hubieran presentado los elementos. Esas oraciones se podrían combinar y así remover al locutor: “El mesón donde escribía Pérez de Albéniz estaba colmado de dibujos extraños, un tazón de café derramado, colillas de cigarrillos”. Al leer eso, ¿quién no pensaría en una maratón de trabajo que duró toda la noche? No necesitábamos el codazo del narrador.

Otros ejemplos no son tan sencillos, pero sí igual de nocivos: “Desde su entrañable probidad, el ayo de Nerón, el trágico y el orador, el sabio y rico comerciante, cavila dulcemente sobre los errores y torpezas del pasado” (216; Enrique Serrano, “El día de la partida”). Hay que señalar la cacofonía con la que rico se atropella contra comerciante (ambas sílabas átonas, lo que es peor). Y también el empeño por usar polisílabos menos usuales donde los seres humanos usaríamos voces más ligeras: cavilar para decir pensar, por ejemplo. Además, la suma de frases por aposición que imprimen una cadencia lírica, pero estática (“el ayo de Nerón, el…”). Y la escogencia de adjetivos y adverbios que sacrifican descripciones capaces de generar impresiones en los lectores: ¿cómo es la entrañable probidad? ¿Qué le aporta a la escena? ¿O el hecho de cavilar dulcemente? ¿No sería mejor un gesto que comunique la dulzura? No me detengo en esta oración por ser impertinente. Lo hago porque es pertinente: muchas oraciones dentro del libro se podrían criticar de igual manera. No seguiré amontonando ejemplos concretos.

No obstante, uno encuentra descripciones muy bien logradas. Me gustó, por ejemplo, esta comparación: “la piel de sus manos parece un empapelado húmedo que ya no adhiere muy bien a los huesos” (69; Anna Kazumi Stahl, “Un error inocente”). La sencillez evocativa de esta oración es un acierto: “Llega una noche de tormenta de viento. Es un silbido permanente, una molestia constante de cosas empujadas hacia otro sitio” (82; Martín Kohan, “El sitio”).

Hay buenos proyectos, ideas que merecen destacarse. “Un verdadero mago” (135-141), de Roberto Fuentes, está bien planteado, aunque se excede en sentimentalismo. Incluye esta sencilla pero efectiva descripción: “A veces pensaba que la piel de su cara jamás se había arrugado, ni chupando limón me lo imaginaba haciendo una mueca” (138). “La magia del Joe Domínguez” (183-193), de Pedro Badrán Paduí, maneja de manera consistente una voz coloquial interesante. Algo semejante logran los narradores de “Despidiendo a Felipe” (291-301), de Carlos Dávalos, y “Vacaciones en el Hyatt” (315-325), de Santiago Roncagliolo. Aunque hay que reconocer la proeza de Juan Carlos Botero, en “Entonces” (195-204), de redactar una sola oración fluida que ocupa nueve páginas, ese mismo ánimo experimental le resta interés a la trama (y al lector, el aliento). La historia es suficientemente fuerte como para contarla sin maromas verbales. Antonio Ungar, en “La desintegración de mi abuelo” (219-226), desintegra la historia, pero la voz con la que lo hace, con mucha soltura y humor, merece ser destacada. Ricardo Sumalavia alcanzó en “Última visita” (327-336) una intriga casi austeriana, que con un lenguaje más dinámico habría sido un texto sólido.

Más allá de los proyectos sobresalientes, la antología contiene algunos cuentos buenos. “Infierno grande” (85-91), de Guillermo Martínez, es uno de ellos. Es un relato sedado sobre un pueblo en el cual la llegada de un joven desata una serie de rumores. El texto pudo haber sido narrado en presente y desde escenas concretas para convertirlo en un cuento muy fuerte. El final, en todo caso, es formidable. Otro cuento bueno es “El hormiguero” (367-373), de Henry Trujillo. Virtudes: maneja efectivamente la tensión, la voz del narrador es bien construida, la historia es llamativa. Pero empieza en un momento débil (si no describiera la procesión, agregaría tensión y pasaría directo al eje de la historia), la cronología falla en algunos detalles y además hubiera ayudado presentar siquiera algunos chispazos de personificación. Finalmente, otro buen cuento, que ya mencioné, es “Escritores famosos” (377-383), de Alberto Barrera Tyszka. Me recuerda del mejor cuento que he leído de Nam Le. Barrera explora de manera eficaz la forma en que la literatura puede aprovecharse de la política.

Lo mejor de la antología es un cuento excelente: “Marvin” (93-104), de Gustavo Nielsen. Es un cuento sutil, muy gracioso y bien planteado. Mi única objeción es el principio, que podría acelerarse. La trama es sencilla, sobre un mago ambulante que llega a una pequeña escuela de pueblo y escoge para su acto mágico a la niña de quienes todos se burlan. Después de eso, las cosas cambian, y la maestra pasa un largo tiempo buscando reencontrarse con el mago. El lenguaje del cuento es sugerente sin ser florido, y es creíble como la voz de la narradora. Además, las descripciones son específicas, con los detalles precisos para caracterizar a los personajes o evocar un lugar. El personaje de la mamá de Anita, por ejemplo, es todo un logro: desde las alpargatas que siempre llevaba puestas hasta la obsesión con los hongos en la comida. 

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