J. M. G. Le Clézio, Viaje a Rodrigues (1986). Trad. Manuel Serrat Crespo. Bogotá: Editorial Norma (2008), 125 pp.

La portada es llamativa, tanto así que constantemente vuelvo a la fotografía mientras leo, como también a la biografía del autor y a la contraportada. Lo hago mucho, y no quiero admitir que es por distracción, pero así es. Cuento las páginas para el final de la sección: y para el final del capítulo, y del libro. Son sólo 125 páginas en todo el libro, pero estos malos hábitos me hacen tardarme cantidades pasando de una portada a la otra. Si bien Gravity’s Rainbow lo abandoné con desdén y lo retomé por deber, Viaje a Rodrigues lo abandonaba intermitentemente, con desidia.

En realidad, no me sedujo este libro del nuevo Nobel de Literatura. Seguí mi propio consejo, y lo leí hasta el final, pero nunca llegó a convencerme. La trama es muy sencilla, y se hace clara desde los primeros capítulos: el narrador está recorriendo los pasos de su abuelo, quien llegó a la isla de Rodrigues (en el Océano Índico) en busca del tesoro abandonado por un corsario. La búsqueda, ruinosa, duró varias décadas. En Rodrigues el narrador no persigue el tesoro del corsario, sino los rastros de su abuelo.

Sobre estos eventos, el narrador deposita una carga simbólica bastante pesada. Lo hace con un tono meditativo, que tiende a caer en la repetición. Del tono meditativo se pueden sacar buenas obras, como Memorias de Adriano. Y la repetición, bien manejada, puede ser magistral, como en la finísima Seda, de Alessandro Baricco. Aquí, en cambio, ambos elementos conspiran para bajarle el ritmo al libro, y hacer de la carga simbólica que mencioné un velo que se desliza lentamente sobre cada palabra.

No exagero sobre el simbolismo que el autor se esfuerza por encontrar, tanto en las labores de su abuelo como en su propio viaje a Rodrigues. Todo tiene lecturas simbólicas, que aparecen y reaparecen. El corsario se muestra como un “demonio creador” (p. 55) que dejó pistas crípticas en documentos y en la topografía de la isla. El abuelo, en su cacería, es comparado con el mítico Jasón (pp. 55-56), una quebrada en la propiedad del abuelo en la isla con “la puerta de Hades” (p. 86), y el destierro de la casa de la familia en la isla de Mauricio con la del “jardín del Edén” (p. 112). Esto no es sutil, como lo sería si fuera presentado a través de símbolos o de alusiones soslayadas; es, en cambio, frentero, logrado mediante reflexiones sobre las diferencias y las semejanzas entre el acto y el símbolo, o mediante analogías planteadas de manera explícita. Así, el abuelo busca, antes que un tesoro, “la vida o, más bien, la supervivencia” (p. 55), “la huida ante su destino” (p. 56), una “aventura, no para olvidar, sino para saber quién era realmente” (p. 56), “una felicidad perdida, ilusoria ya” (p. 105), “el sueño de una realeza, el sueño de un dominio en el que no hubiera ya ni pasado ni futuro angustiantes, sino en el que todo fuera libre, fuerte, en un tiempo realizado” (p. 119). Mediante los mapas desea “hallar la razón de este lugar, su lógica, su verdad” (p. 65)

Creo que es evidente lo enfático que es el autor con el simbolismo del viaje de su abuelo. Lo es también con el suyo propio: “lo que deseé desde el comienzo fue revivir en el cuerpo de mi abuelo cuya parcela viviente soy, ser él” (p. 107). Y un poco después: “tal vez esté aquí sólo por esta pregunta, que mi abuelo debió de hacerse, esta pregunta que es el origen de todas las aventuras, de todos los viajes: ¿quién soy?, o mejor: ¿qué soy?” (pp. 115-116). Debe resaltarse en estas citas una vena aforística a la que volveré en un instante.

Pero primero: claramente, el narrador subraya que estamos ante más que un viaje. Eso, en principio, no está mal. En una de mis novelas favoritas, White Noise de Don Delillo, es claro que la nube de Nyodene Derivative no es sólo una nube química, sino algo más. Una amenaza, sí; un subproducto de la tecnología, sí; es todo eso y más. La diferencia es que en Delillo la sublimación se construye por pistas, en diagonales sugestivas. Nos damos cuenta de estar ante símbolos, pero si queremos nos podemos ceñir a las descripciones. En Viaje a Rodrigues es imposible. El narrador no nos deja. Si no nos queda claro, lo repite. Si seguimos con dudas, propone una nueva interpretación simbólica para complementar la que dijo un par de veces antes. En Vonnegut, uno siente que el autor se burla de la multiplicidad de lecturas hasta facilistas (como lo indiqué al respecto de Kilgore Trout en Timequake). En Viaje a Rodrigues, el texto es, precisamente, una cruzada en busca de sentidos. El narrador parece darse cuenta de que esto es excesivo, pero no se inmuta: “Siguiendo paso a paso estas huellas tengo la impresión de retroceder en el tiempo, de derribar el orden mortal. Pero bueno, ¿no es eso demasiado grandilocuente? Sí, y sin embargo estoy seguro de que, efectivamente, se trata de eso” (p. 86).

Ahora la vena aforística. Constantemente, el texto propone ideas generales, podríamos decir que pensamientos profundos sobre la vida. Esto contribuye al tono grandilocuente. Algunas son cortas y enigmáticas, como esta: “El buscador de quimeras deja junto a sí su sombra” (p. 24). Otros de estos aforismos funcionan, y creo que vale la pena destacarlos. Por ejemplo: “El que busca oro debe, primero, olvidarse a sí mismo, convertirse en otro. El oro ciega y aliena, el oro dilapida sus fulgores en la nada” (p. 68); “Nuestro siglo no es ya un siglo de tesoros. Es un siglo de consumo y de huida, un tiempo de fiebre y de olvido” (p. 118).

Y es esto, básicamente, lo que el libro nos deja: una trama muy tenue, en un entorno bucólico en el que los sustantivos sobre elementos de la naturaleza cargan casi todo el peso de las descripciones. La trama y el lugar son la base de reflexiones permanentes sobre el sentido último de los pocos eventos descritos. En algún momento el autor describe la búsqueda del tesoro emprendida por su abuelo como “una especie de pintoresquismo vagamente novelesco” (p. 90). En retrospectiva, no es una descripción muy desacertada de la novela misma. Ciertamente algún seguidor de Le Clézio podría sugerir una obra que dé una mejor idea de los talentos del autor. Prefiero que la próxima novela de Le Clézio que lea sea fruto de una muy confiable recomendación.

Comments

  1. Uffffff, suena como un ladrillazo en la mitad de los ojos. No sé cómo hiciste para leértelo todo, yo lo habría tirado solo con encontrarme con lo del "buscador de quimeras" (a menos que fuera a reseñarlo). Suena como un Paulo Coelho después del entrenamiento militar en poesía trillada. Ew.

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  2. ¡Y "buscador de quimeras" fue sólo en la página 24! Faltaban 100. Entenderás ahora la lentitud y renuencia para seguir hasta el final. Pero bueno, si no me hubiera perdido de una visión global. Y, con la visión global, debo decir que no me hubiera perdido de mucho al no seguir leyendo. Seda, en cambio...
    ¿Paulo Coelho después de entrenamiento militar en poesía trillada? Es chistosa la descripción. Curiosamente, El alquimista de Coelho también es de un buscador de tesoros. Pero, la verdad, si me ponen a escoger...

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  3. Fede, yo me leí TODO El Alquimista. Estaba en Ecuador en una finca y ya me había leído todo lo demás que había. Yo creo que es el texto más irritante que me he leído, sin exagerar. Es tan... doloroso. ¡Y la moraleja! ¡La moraleja! Creo que era algo así como "lo que uno busca estaba todo el tiempo en el punto de partida pero se necesitaba hacer el viaje para saberlo". Iiiiiiiiiihhhhh! Iiiiiiiiiiihhhhh! (gritos de delfín agonizando).

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  4. Al menos --al menos-- El alquimista admite que es una fábula, y entonces tiene ese tono didáctico en el que todo es obvio. Pero sí hay mucho peores. El año pasado publicaron dos que me parecieron tan débiles que ni me atrevo a reseñarlos para no correr el riesgo de ganarme una implacable sed de venganza de los autores. Ahora, en Viaje a Rodrigues el simbolismo es menos fabulesco pero atormenta y ralentiza la narración.

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