“querían una sociedad sin clases pero no una sociedad sin sexos” (Fernando Iwasaki, “Helarte de amar”)


Fernando Iwasaki, Helarte de amar y otras historias de ciencia-fricción (Madrid: Páginas de Espuma, 2012), 151 pp.

Llegué a este libro sin expectativas, más allá de las que me generaba Iwasaki por Ajuar funerario, del que escribí una nota hace años. Así que no sabía, a pesar de la portada medio sugerente, que era un libro erótico. Erótico y cómico, en realidad, porque desde el juego de palabras del título en adelante hay una cascada de chistes que terminan en la página de colofones al final, titulada “Culofones (o microrrelatos por detrás)”.

Algunos cuentos son más olvidables que otros. Incluso algunos de los olvidables te sacan sonrisas, a veces por el absurdo tan exagerado, a veces por los juegos de palabras. Hay varios relatos desde la perspectiva de un joven que apenas descubre la sexualidad, como “En el batimóvil, con miss Graciela” (sobre un estudiante enamorado de su maestra) o como “La mujer de arena” (sobre un niño que se hace consciente de los placeres del cuerpo en la playa). “La española cuando besa” narra una misma escena desde la óptica de diferentes personas, pero lo mejor del efecto se pierde luego del primer cambio de perspectiva, cuando vemos lo confundida que estaba la española que narra la primera parte (y vemos cómo pasó por alto ciertas cosas que hizo). “Travesía estelar” es de una astronauta a quien básicamente la prostituyen en el espacio para que la economía de Estados Unidos sobreviva. El texto hace alarde de tantos juegos de palabras en inglés (en un inglés casi siempre bien usado) que no sé cómo lo disfrutaría un lector que no sepa leer ese idioma.

El cuento que le da el título a la colección es de un joven que se quiere acostar con una joven tímida y pronto pasa a acostarse con la mamá de la joven, que es todo menos tímida. Ambas son pródigas con el hielo, y la mamá le congela el pene al narrador hasta el punto de que, cuando el joven termina, dispara un proyectil de hielo que lo convierte en un criminal. Me gustó que el cuento siguiera después de ese punto, que parecía ser clímax y desenlace a la vez, pero el final terminó siendo más bien difuso.

El libro se escribió allá en los noventa, aunque se publicó en 2012. La lejanía en el tiempo se le nota en muchos aspectos. Se siente como un libro de hombres para hombres, una perspectiva muy típica de la literatura tradicional. Pero el cuento más largo de la colección, el más maduro y mejor logrado, “Mírame cuando te ame”, me sorprendió con un personaje, Pilar, una profesora de sociología cuyo hijo es un estudiante del joven narrador a quien ella inicia sexualmente.

Pilar no está exenta de esos asuntos de género que se sienten anticuados en el libro (por ejemplo: “Pilar resolvió mis titubeos preguntándome qué le dejaría ponerse si fuera mi enamorada” [pp. 130-131]). Sin embargo, ella describe tan bien tantos problemas que vemos incluso en movimientos de avanzada. Son problemas que vi con muchos socialistas en la universidad, personas admirablemente capaces de articular una visión de una sociedad justa, pero lamentablemente incapaces de poner en práctica auténtica igualdad en asuntos de género. Recuerdo cuando vi a un famosísimo crítico literario marxista de Oxford con la mano apoyada contra una pared, y atrapada entre él y la pared estaba una joven, sonriéndose y retorciéndose a la vez. Cuando comenté esto con asombro, me hablaron de cómo esa voz literaria tan agraciada, que arengaba a las masas en favor de causas justas, tenía muchas historias de abuso (en esa época, era visto más bien como “indiscreción”), incluso hasta el punto de que decían que algunos de sus libros se los escribía una de sus parejas y él los revisaba y los firmaba.

Termino esta nota con Pilar, o mejor que Pilar termine por mí, con esta colección de citas sobre los problemas que enfrentan las mujeres incluso en sectores progresistas. El cuento completo se encuentra aquí (en Cervantes Virtual).

***

[Pilar me] contó que el divorcio le había dado algunas certezas sobre su profesión, el matrimonio y la familia, pero que tenía ciertas dudas que tal vez nunca serían aclaradas. En lugar de novia, esposa o pareja ella había sido compañera, camarada y colega, durante una época en la que el dogmatismo y la militancia crearon prejuicios tan falaces como los de la derecha: el amor era reaccionario y el deseo revolucionario, la lealtad cucufatería y la infidelidad guerrillera, la sensibilidad un espejismo burgués y el adulterio dialéctica pura. Sin embargo, al final descubrió que la redentora dictadura del proletariado estaba reservada sólo a los hombres, quienes querían una sociedad sin clases pero no una sociedad sin sexos. «Yo nunca pude hacer lo que hacía mi esposo», añadió. Casi todas sus amigas estaban como ella, separadas, mientras que los consecuentes ex-maridos andaban por ahí procurando ganar en dólares, instalados en el sistema, bien casados por segunda vez con jovencitas de buena familia y declarando que siempre creyeron en la democracia. «A todos esos cojudos les faltaron huevos —sentenció—. Hasta para vivir solos les faltaron huevos». (pp. 107-108)

[…]

—¿A ti no te ha gustado que me burle de tus amigos de la Católica, no? —me preguntó [Pilar] de golpe y socarrona.
—En todo caso me ha parecido injusto —respondí conteniendo la turbación—, porque tú estabas conmigo y yo también soy alumno.
—Las cosas no son así como las piensas —me dijo—. Si yo fuera profesora de la Católica y me vieran con un alumno me botarían en dos papazos del sistema universitario. Le pasó hace dos años a una amiga mía. En cambio, los profesores pueden pasearse de arriba para abajo con las alumnas y no les pasa nada. Si eres hombre lo tienes todo, pero a las mujeres no nos permiten lo mismo. ¿Eso es lo que tú defiendes?
—No he querido decir eso —le corregí.
—Lo sé —contestó—. Pero te lo tengo que plantear así para que me entiendas. Si voy al cine contigo es porque me da la gana y no tengo necesidad de demostrarle nada a nadie. Además, me interesa lo que piensas y me interesa que sepas lo que pienso. Lo mejor que puedo hacer por ti es explicarte ciertas cosas que de otro modo nunca entenderías. Cuando todos esos babosos tenían veinte años y creían que la imaginación también tomaría el poder en el Perú, las mujeres fuimos más realistas y nos conformamos con disfrutar de la imaginación dentro de la pareja. Ellos querían hacer la revolución pero no sus tesis, querían cambiar el mundo pero viviendo con sus papás, se creían inteligentísimos por ser muy progres pero se morían de miedo a la hora de los exámenes, de los concursos de cátedra y de reclamar lo justo por sus trabajos. Tú te ríes porque no sabes lo que es tener un hijo a los diecinueve años y un marido que no ha acabado la carrera.
—No me he reído, Pilar. Discúlpame.
—Yo me he soplado depresiones, pataletas y cojudez y media con un niño en brazos —me decía mientras doblaba una servilleta hasta el infinito—. Me fui de mi casa, me peleé con mi familia y me aislé de mis amigas para dedicarme a mi compañero, ¡pero todo fue por gusto!
—No fue por gusto, Pilar —intenté consolarla—. Ahora él es un gran profesor, gracias a ti.
—¡Un gran profesor! —se rió—. ¿Para quién?, ¿para las cojuditas de sus alumnas? Mira, no te lo quiero bajar del altar, pero hay cosas que tú no sabes. Sí, sí, es muy inteligente, muy entretenido y súper talentoso; pero el pobre necesita que se lo digan a cada rato y que las chicas lo miren embobadas por cualquier estupidez. Por eso le encantan las alumnas, porque son las únicas que le celebran sus huevadas y le dicen a cada rato «¡ay, cuánto sabes!» —exclamó con voz fingida y disforzada.
—Seguro que hace veinte años tú lo celebrabas igualito —le dije con ironía.
—Estás muy equivocado, papito —me respondió—. Nosotros éramos camaradas, estudiábamos juntos, participábamos en las huelgas y postulábamos a los centros federados. Entonces no se leía para «saber más» sino para un objetivo político concreto. Como compañera yo no lo adulaba sino que le exigía, lo cuadraba y muchas veces hasta lo puteaba. Ahora te puede parecer un tipo gracioso, pero hace quince años era insoportable: todo el tiempo haciendo bromas y dale que dale a la guitarrita. Yo tenía que frenarlo y ayudarle a madurar, a ser más responsable y a tener más personalidad a la hora de defenderse de las críticas. Por eso se aburrió de mí: porque yo ya me sabía sus rollos, sus canciones y sus chistes de memoria, y encima le decía lo que tenía que hacer para que lo respetaran más. En cambio ahora está regio: enseña en la universidad, escribe en los periódicos, sale en las revistas y se va a casar con una alumna de la facultad. (pp. 121-122)

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