Ingrid Betancourt, "No hay silencio que no termine"
Ingrid
Betancourt, No hay silencio que no
termine. Trad. María Mercedes Correa y Mateo Cardona. Doral, FL: Aguilar
(Santillana Publishing Company) (2010), 710 pp.
Parece que casi toda la literatura que uno
lee hoy en día se puede meter en una de dos bolsas. Bolsa número 1: literatura
muy bien escrita, muy fina, muy trabajada, que habla sobre nada, sobre cosillas
vulgares o sobre las rutinas que forman la vida de los trabajadores de oficina
o de los estudiantes/profesores universitarios del siglo XXI. Aquí caben los
relatos infinitos acerca de epifanías en un bus o en un café, los n-mil cuentos
que se hacen reorganizando las técnicas aprendidas en un taller (ver esto), las historias que parecen pasar la
cotidianidad del ciudadano promedio de las clases medias contemporáneas por un
espejo que la devuelve glorificada o condenada a través de ligeras
distorsiones.
Y la bolsa número 2: historias buenas,
movidas, imposibles de soltar, que presentan a personas en situaciones
extremas, que se atreven a confrontar lo inusual, lo agreste, lo radical. Son
historias de las que uno no puede dejar de hablar mientras las lee y que
enamoran incluso a quienes las escuchan contadas por un tercero. El lío es que
suelen ser historias que atentan tanto contra el gusto “literario”, a las que
se les notan las costuras demasiado, que se apoyan sobre el lenguaje obvio y
gastado tanto como un francotirador lo hace sobre los codos. Y se ganan así una
fama que hace que sea mejor que los críticos del mundo ni lo vean a uno
leyéndolas. A veces ni hay que esconderlas del amigo que tiene gustos refinados
porque al ojearlas uno las suelta como si se tratara de un paño infectado de
una viruela letal. Son cosas que en ocasiones es imposible soportar más allá de
una oración. A esta bolsa pertenecen —al menos en parte— los Twilights del mundo, las
“novelizaciones” (ver esto)… en una sola palabra, los bestsellers. La gente los disfruta,
mientras que unos pocos se quedan preguntándose por qué.
Ahí están, pues, ambas bolsas. No todo lo
que uno lee cabe en una o en otra, pero qué cantidad de literatura sí cae,
nítidamente, en alguna. Claro, hay genios que logran convertir una situación
extremadamente cotidiana en una obra maestra (como hace Raymond Carver en
“Cathedral” o Cortázar en “Autopista al sur”). Hay autores que logran hacer
novelas suficientemente extremas, ásperas, cruciales, sin abandonar las
sutilezas de la técnica. Es el caso de mi novela favorita del 2012, What Happened to Sophie Wilder, y de
casi toda la obra de Coetzee. Hay otras que sencillamente no se dejan meter en
ninguna de estas bolsas, como las mejores novelas de Vonnegut.
Todo esto es una larga introducción para el
libro que más me ha sacudido en los últimos años. Es otro libro que alguien
quizás se apresurará a depositarlo en la bolsa número 2, pero si se concede
media onza de paciencia no se atreverá a hacerlo.
Me refiero a No hay silencio que no termine, de Ingrid Betancourt, la gran obra
que narra el secuestro de Betancourt en manos de las FARC durante más de seis
años. La gente que reconoce el nombre de Betancourt probablemente sabe cómo
empieza esta historia y cómo termina. Pero pocos conocen en detalle la magnitud
del horror que vivió Betancourt y no muchos sabrán antes de leer el libro lo
bien que ella se expresa, la capacidad que tiene para presentarnos las
condiciones de su cautiverio y reflexionar sobre sus experiencias.
Las FARC son, dolorosamente, protagonistas
de esta historia. Nos sumergimos en sus estrategias de poder, en las
humillaciones a las que someten a los “retenidos”, en su lenguaje, en sus
jerarquías y consignas. Hay tanto maltrato, de tantas formas, que muchos
secuestrados se reducen a una caricatura de su antiguo ser, llena de
resentimientos y con heridas de toda una vida expuestas. Los aspectos más
insignificantes de la vida diaria se vuelven fuente de roces y conflictos para
los secuestrados: “Esas pequeñas cosas de la cotidianidad envenenaban nuestra
existencia, tal vez porque nuestro universo se había estrechado. Despojados de
todo, de nuestra vida, de nuestros placeres, de nuestros seres queridos,
adoptábamos el reflejo errado de aferramos a lo que nos quedaba, casi nada: un
metro de espacio, un pedazo de galleta, un minuto más al sol” (p. 288).
A Betancourt la maltratan tanto que la
osifican: “A fuerza de ensañarse, habían logrado volverme insensible” (p. 604),
nos dice ella hacia el final. Y cerca del principio es difícil no reverberar
con un párrafo como este, cuando encadenan a Betancourt luego de un intento de
fuga fallido: “Estaba claro que esta cadena que llevaba al cuello, más allá del
peso y la molestia constante que representaba, era también testificación de
debilidad: tenían miedo de que yo lograra escaparme de veras. Me parecían
deplorables, con sus fusiles, sus cadenas, su gran número de guardias, todo eso
para hacerles frente a dos mujeres indefensas. Eran cobardes en su violencia,
medrosos en una crueldad que se ejercía bajo el mando de la impunidad y sin
testigos” (pp. 37-38). Al final, cuando Betancourt se baja del helicóptero a
retomar su vida, de todos modos le extiende una mirada de lástima a un
comandante particularmente cruel que permanecía amarrado y golpeado en el piso:
“Tirado, en ropa interior, Enrique parecía inconsciente. Sentí una compasión
profunda. No había nada con qué taparlo. Sentiría frío” (p. 704).
Si las FARC son un protagonista del libro,
la selva es un coprotagonista. Qué lucha constante por sobrevivir se libra bajo
el dosel de ramas y hojas. Hay tantas garrapatas, hormigas, tarántulas, moscas,
mosquitos, avispas y abejas en esas páginas que provoca sujetar el libro con
guantes. La piel de Betancourt conoció de cerca a todas estas criaturas. No en vano nos comparte estas
lúgubres oraciones sobre el poder destructivo de la selva: “Del calor
asfixiante del sembrado de coca pasamos a la frescura húmeda del sotobosque.
Olía a podrido. Yo detestaba este mundo en perpetuo estado de descomposición y
el bullicio de esos insectos de pesadilla. Era una tumba que solo esperaba un
pequeño descuido para cerrarse encima nuestro” (p. 192).
Vemos también la selva de noche: “Por la
noche emergía otro tipo de naturaleza. Los ruidos adquirían una resonancia
profunda que daba la medida de la inmensidad de este espacio desconocido. La
cacofonía del croar de la fauna alcanzaba tal magnitud que se volvía dolorosa.
Fatigaba el cerebro, lo incomodaba con sus vibraciones, lo sumergía en
estímulos disonantes e imposibilitaba la reflexión. Era también la hora de las
grandes oleadas de calor, como si la tierra evacuara lo que había almacenado
durante el día, y despedía hacia la atmósfera calores sulfurosos que nos daban
la sensación de haber caído en un estado de fiebre. Pero eso pasaba rápido. Una
hora después la temperatura bajaba vertiginosamente y había que premunirse
contra un frío que hacía añorar el sofoco del crepúsculo” (pp. 155-156).
La selva también revela su lado majestuoso,
en párrafos como este: “Hacía buen tiempo y la selva se había ataviado
magníficamente. Atravesábamos un nuevo mundo. La luz perforaba el follaje y se
dispersaba en haces de colores, como si penetrásemos un arco iris. Un rosario
de cascadas de agua cristalina discurría brincando sobre los peñascos pulidos y
relucientes. Las caídas de agua liberaban, al pasar, pececillos que alzaban el
vuelo para caer coleando a nuestros pies. El agua serpenteaba abriéndose camino
entre los árboles sobre lechos de musgo verde esmeralda en los que nos
hundíamos hasta las rodillas” (pp. 480-481).
En medio de todo esto, de los embates de la
guerrilla y de la naturaleza, Betancourt nos mantiene en movimiento por la
narración y reflexiona sobre el suplicio que vivía. “Apenas empezábamos”, nos
dice, “a pagar la peor condena que pueda infligírsele a un ser humano: no saber
cuándo tendrá fin su pena” (p. 162). Y más adelante: “Cuando me privaron de mi
libertad, me arrebataron sobre todo el derecho a disponer de mi tiempo. Era un
crimen irreparable. Nunca jamás podría recuperar esos millones de segundos para
siempre perdidos” (p. 396).
Este no es un libro de literatura,
propiamente, pero sí está escrito por alguien que domina muy bien el lenguaje y
es capaz de mantenerlo a uno pegado del texto, incluso cuando uno no lo tiene
entre manos. Es un firme ejemplo de lo que hoy llaman “literary nonfiction”. No cabe en ninguna de las dos bolsas que
mencioné al principio, y esa es precisamente su fortaleza. Nos ubica, sí, en
situaciones extremas que es imposible no querer explorar. Y las narra tan
bien que provoca no querer detenerse.
Si fuera más “novelístico” el libro, se
hubiera esmerado por hacer más transiciones como la que va del capítulo 67 al
68 (p. 580), que te deja en vilo y te obliga a brincar de un capítulo al
siguiente. No todas las transiciones son así. Con unas revisiones finales del
texto, quizás se hubieran podido omitir ciertas repeticiones, como las dos
veces en las que parecemos tener una primera descripción de Clara Rojas (pp. 56
y 121) o las dos veces en las que se definen las palabras “socio” (pp. 120 y 160) y
“ranguera” (pp. 360 y 468) en el contexto de la guerrilla.
Pero son detalles menores. El libro vale la
pena.
Habrá quienes lo lean con cinismo,
desconfiando de cada palabra, buscando cómo criticar a la autora por haber
escrito el original en francés, queriendo demostrar que de alguna manera
Betancourt se buscó lo que le pasó, que el orgullo de Betancourt le agravó el secuestro,
que habrá que leer los libros de los estadounidenses secuestrados y de Clara
Rojas para desenterrar chismes candentes. Quienes lean el libro así
probablemente no lo disfrutarán. Lo siento por ellos.
Le recomendé el libro a cierta persona hace poco, y me dijo que era un insulto sugerirle a alguien que trabaja que lea un libro de 700 páginas. Para las obras que van directo para la bolsa número 1 o la número 2, en especial las de la primera, sí, esto es normalmente un insulto. No me atrevería a recomendarle a ningún ser humano medianamente ocupado que lea A Suitable Boy o Infinite Jest. Este libro, en cambio, lo he recomendado sin pudor, incluso a gente supremamente ocupada.
Le recomendé el libro a cierta persona hace poco, y me dijo que era un insulto sugerirle a alguien que trabaja que lea un libro de 700 páginas. Para las obras que van directo para la bolsa número 1 o la número 2, en especial las de la primera, sí, esto es normalmente un insulto. No me atrevería a recomendarle a ningún ser humano medianamente ocupado que lea A Suitable Boy o Infinite Jest. Este libro, en cambio, lo he recomendado sin pudor, incluso a gente supremamente ocupada.
Cuando leí en Semana el capítulo que publicó para promocionar el libro me dieron muchas ganas de leerlo porque me pareció muy bien escrito, tanto que no pensé que hubiera sido escrito realmente por ella sino por un negro literario, pero a la vez pensé que no quería leerlo en ese momento entre todo el ruido que había en los medios por su vida personal, por la demanda contra el estado, y en general por todos los odios y desafectos que estaba causando por esos días. Decidí dejarlo para unos años más adelante. Ahora esta entrada me recuerda que tengo ese pendiente y me reconfirma las ganas de leerlo.
ReplyDeleteCreo que en Colombia hemos sido muy injustos con Ingrid Betancourt. Ella misma habla de la relativa indiferencia que había hacia su secuestro; yo viví en Colombia durante ese tiempo, y no lo puedo negar. Mucha gente se había endurecido hacia su situación. A mí me ayudó mucho a reconciliarme con la situación las cartas que ella le escribió a su mamá durante el cautiverio... la tercera prueba de supervivencia. Allí se ve la capacidad expresiva de ella, en escritos realizados "impromptu". Dicen que para este libro sí la ayudó un escritor en las sombras, pero esas cartas muestran que Betancourt misma es capaz de grandes cosas con las palabras. Gracias por el comentario, Mónica. Ya me contarás cómo te fue con el libro.
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