“Los detectives salvajes”, de Roberto Bolaño
Roberto Bolaño, Los
detectives salvajes. Barcelona: Editorial Anagrama (1998), 609 pp.
Bolaño.
El nombre ya es casi inseparable de la literatura latinoamericana actual. Bolaño
se ha vuelto un icono, una referencia obligada en las reuniones de escritores,
un autor que aparece traducido en The New
Yorker y discutido en el New York
Times. Es más, para muchos no leer a Bolaño es un pecado, y debo confesar
que es un pecado que cometí gustoso hasta hace un mes. Mi primer Bolaño, y
quizás mi único Bolaño, es Los detectives
salvajes.
Varias
cosas me gustaron de esta novela. De vez en cuando (a ojo, diría que cada
cuatro o cinco páginas) Bolaño nos deleita con una descripción perfecta. Puede
ser de una ciudad, de una persona, de una obra. Esta la dice la hija de un
hombre que se está enloqueciendo, y la considero fantástica: “Parecía como si mi padre siempre se estuviera
desnudando, siempre quitándose cosas de encima, de buen o de mal grado, pero
con tanta mala suerte (o con tanta lentitud) que nunca podía alcanzar la
ansiada desnudez. Y eso, como es fácil de comprender, terminaba desquiciándolo”
(187). Los momentos como este son bienvenidos, y nos ponen de presente la
habilidad de Bolaño con las palabras.
También
me gustó la estructura de la novela, que se divide en tres partes. La primera
parte, de unas 150 páginas, es el diario de un joven escritor (Juan García
Madero), hasta el 31 de diciembre de 1975. En el periodo descrito en el diario,
García Madero conoce a Arturo Belano y a Ulises Lima, las figuras principales
de un movimiento poético gestado en México: el real visceralismo. Vemos a García
Madero pasar de ser un estudiante de Derecho que escribe poesía a ser un poeta
que ni pisa la Facultad de Derecho.
La
segunda parte de la novela (la más larga, de más de 400 páginas) comprende una
serie de viñetas en las que distintas personas hablan la mayor parte de las
veces en torno a Belano y Lima. Acompañamos a estos poetas en viajes que los
llevan, juntos o separados, por Europa, por Centroamérica, por el Medio
Oriente, por África. Las viñetas se extienden desde 1976 hasta 1996, y cada una
está narrada en primera persona.
Finalmente,
la tercera parte retoma el diario de García Madero, a partir de enero de 1976.
Es la parte más breve, y nos muestra lo que pasó luego de que Belano, Lima,
García Madero y una joven llamada Lupe escaparon de DF. Viajaron al norte de
México en búsqueda de Cesárea Tinajero, una poetisa que, en la década de 1920,
fundó un movimiento que también se llamaba el real visceralismo. Me gustó el
final de la novela: es movido y hasta conmovedor. Un poco críptico, además.
La de Los detectives salvajes es, pues, una
estructura muy contemporánea: polifónica, esquiva, juguetona, de fort-da con las expectativas de los
lectores. Es interesante ver tantas voces diferentes y creíbles. Además, saber
que vienen otras voces tiene sus ventajas: si uno se aburre de alguna, tiene la
esperanza de que la próxima sea mejor. De hecho, unas pocas de estas viñetas
funcionarían maravillosamente como cuentos independientes. Es el caso de la
narración de Mary Watson (pp. 244-259), que me pareció la mejor. También es
buena la historia de Heimito Künst (pp. 303-316). Si todas las viñetas fueran
de ese nivel, Los detectives salvajes sería
una obra maestra, y ni siquiera me hubiera detenido a escribir esto, sino que
estaría leyendo 2666.
Pero he
ahí algo que no me cautivó de la novela. Hay secciones enteras que son
aburridas, alambicadas, efímeras. La viñeta de Xosé Lendoiro (pp. 427-448), un
abogado que sazona cada párrafo con una cita inverosímil en latín, es
soporífera. No aporta mucho a la trama, y de verdad que es un reto para la
paciencia. Claro, alguien podrá tratar de justificar la sección diciendo que
hay gente así, o que este pasaje hace una contribución esencial a la simbología
de la novela. Pero si algo en una novela requiere una defensa semejante significa
que no ha funcionado muy bien. No se defiende por sus propios méritos
narrativos.
Algo que
me sorprendió es que una novela tan polifónica, que sigue de cerca la vida de
unos poetas, no incluyera dentro de su reparto de voces los poemas mismos que
escriben los real visceralistas. No podemos palpar lo que escriben. No sabemos ni
siquiera cómo escriben. Puede ser un vacío intencional, para que nos formemos
nuestra propia idea del real visceralismo. Pero hace falta. El único poema real
visceralista que vemos es un poema visual, casi jeroglífico, de Cesárea
Tinajero (p. 400). La vida de estos escritores queda demasiado incompleta sin
la obra a la que dedican tanto de su vida.
Una
última observación sobre las viñetas, que no es una crítica, sino una duda: ¿a
quién van dirigidas? Ya dije que todas están escritas en primera persona, y las
produce cada persona como si estuviera respondiendo a la pregunta sobre cómo
conoció a Belano o a Lima. Muy pocas veces vemos destellos del receptor o los
receptores de estas conversaciones. Pero los hay. Aquí, por ejemplo,
encontramos receptores, en plural: “¿Ustedes saben dónde está Liberia? Sí, en
la costa oeste de África, entre Sierra Leona y Costa de Marfil,
aproximadamente, bien, ¿pero saben quién gobierna en Liberia?, ¿la derecha o la
izquierda? Eso seguro que no lo saben” (531). Más adelante, se trata de un solo
receptor, que incluso interactúa con la persona que habla: “Claro, porque ya
había habido otro grupo de real visceralistas, allá por los años veinte, los
real visceralistas del norte. ¿Eso no lo sabía? Pues sí. Aunque de esos sí que
no hay mucha documentación” (551). Si uno tuviera más tiempo e interés en la
novela, valdría la pena explorar este aspecto con detenimiento.
En
general, la obra satisface, pero no sé si valga la pena el esfuerzo de
encumbrarse en más de 600 páginas de un texto que marcha despacio, a tientas. Dentro
de la obra, un personaje describe una historia que se parece mucho a Los detectives salvajes: “el mexicano
iba desgranando en un inglés por momentos incomprensible una historia que me
costaba entender, una historia de poetas perdidos y de revistas perdidas y de
obras sobre cuya existencia nadie conocía una palabra, en medio de un paisaje
que acaso fuera el de California o el de Arizona o el de alguna región mexicana
limítrofe con esos estados, una región imaginaria o real, pero desleída por el
sol y en un tiempo pasado, olvidado o que al menos aquí, en París, en la década
de los setenta, ya no tenía la menor importancia” (240). Lo que dice Joaquín
Font sobre el lector desesperado (p. 202) también cabría como una reflexión
sobre la novela.
En
últimas, no soy capaz de compartir el entusiasmo de tantos que me han
recomendado a Bolaño. Quizás parte del encanto para algunos lectores es que en Los detectives salvajes hay sexo por
cantidades, en algunos casos descrito minuciosamente. Hace unos años, solía
decir que de las páginas de los historiadores romanos que escriben sobre la
época de Julio César brota tanta sangre que se nos untan las manos, se nos
salpican los pies. De Los detectives
salvajes brota otro fluido corporal, y en tales cantidades que pareciera
que la vida de los escritores según esta novela se redujera a leer, tener sexo
y escribir. Ocasionalmente también brota sangre.
Reducida
a la mitad de las páginas, Los detectives
salvajes habría sido una novela más atractiva. Bola ño
asumió un reto difícil, sin duda, al construir una obra completa, de tantas
páginas, sobre un par de personajes que son tan indiferentes que llegan al
silencio o la impotencia, que alcanzan el mar profundo no porque naveguen o naden,
sino porque flotan y viajan a la deriva. Que con estos materiales Bolaño haya publicado
una obra tan leída y tan comentada es un gran logro.
A mí de Bolaño me gusta mucho su obra, pero me molesta un poco el escritor como personaje (me pasa lo contrario con artistas como Andy Warhol o Banksy, por ejemplo, de quienes disfruto la construcción del artista como personaje, pero la obra me parece insulsa en el mejor de los casos). Y con Bolaño no es por lo que él fue, sino por lo que los medios y la crítica han hecho de su nombre, porque lo convirtieron en una especie de asignatura obligatoria. Los detectives salvajes lo leí hace muchos años ya y la recuerdo como una novelota, pero leyendo este comentario caigo en cuenta de todo lo que se me ha olvidado.
ReplyDeleteQué bueno volver a leer entradas acá. Casi nunca tengo tiempo de comentar, y otras veces no tengo ningún comentario qué agregar, pero disfruto mucho estas lecturas. Gracias.
Sin duda, a Bolaño lo han convertido en un icono de las letras hispanoamericanas. Fue un fenómeno rápido y explosivo. Pasó de ser conocido en círculos selectos a convertirse en un evento mediático. En todo caso, sí me llevé la firme impresión de que es un "escritor de escritores", y con ese tipo de autores siempre me sorprende que lleguen a un público tan amplio.
ReplyDeletePor ahí me convencieron de evitar "2666", pero pasar por "Monsieur Pain" y "La literatura nazi en América". Quizás seré reincidente con Bolaño, entonces.
Gracias por tus comentarios, Mónica, que siempre son muy apreciados y muy reveladores.
'2666' es mejor que 'Los detectives salvajes'. Las virtudes que usted menciona se intensifican en aquella, pero también los defectos (esos tiempos muertos, esas historias aburridas). Aun así, se la recomiendo.
ReplyDeleteGracias, Jorge. Le haré caso a tu recomendación.
ReplyDelete