Pequeñas resistencias (uno)

(Se publicó primero en la revista HermanoCerdo, aquí)

No se equivoca uno de los editores de Pequeñas resistencias cuando dice, en el prólogo al tercer volumen, que la serie se convirtió en un “atlas del cuento contemporáneo en lengua española” (13). Al cierre del cuarto volumen, la serie había recopilado 214 cuentos de 170 escritores, a lo largo de 1,679 páginas. Es un proyecto ambicioso.

Pequeñas resistencias buscó presentar un retrato del cuento hispanoamericano contemporáneo, a partir de autores nacidos desde 1960. (El segundo volumen se aparta de este criterio). Varios de los escritores pasaron a integrar con mucho prestigio el mundo de las letras en España y América Latina. Uno de ellos es Andrés Neuman, a quien la serie identifica como “padrino y mentor” (V. 3, p. 15). Neuman llegaría a ganarse años después el Premio Alfaguara de Novela, y es una presencia constante en Pequeñas resistencias: autor y editor en el primer volumen, editor en el tercero, prologuista en los demás.

No lanzaré aquí las críticas usuales contra las antologías: la inclusión de X o la exclusión de Y (haré una excepción en el tercer volumen). En cambio, me concentraré en los cuentos que sí fueron publicados. En este primer volumen, dedicado a autores españoles, hay algunas propuestas interesantes. Pero más que todo hay mucha experimentación insulsa, muchos relatos en borrador, muy poca atención a las historias y al lenguaje. Con base en ese tipo de desencuentros, he planteado esta conclusión: la culpa de que los cuentos no les lleguen a los lectores y no motiven a los editores recae sobre los cuentos mismos, es decir, sobre los autores.

Había dos criterios para seleccionar a los treinta autores de este primer volumen: debían haber nacido a partir de 1960 y debían haber publicado por lo menos un libro de cuentos. La antología recoge uno o más cuentos de cada autor. Además, incluye unas páginas de poética, una declaración de los principios artísticos de cada escritor frente al cuento. De los cuatro volúmenes de Pequeñas resistencias, este es el único con esa poética personal. Y es un despropósito. Casi todas las poéticas son vacías y hacen una elegía o una visita breve a los principios básicos del cuento. De hecho, así lo diagnosticó con acierto Hipólito Navarro en su propia poética: “las poéticas del cuento […] no pueden hacer otra cosa que repetir de manera más o menos brillante o lamentable argumentos ya muy masticados” (167). Algunas de las declaraciones de este volumen no hacen ni eso. Su principal efecto fue quitarles el espacio a otros textos que hubieran podido fortalecer la colección. Tal vez por eso los editores de las próximas antologías recapacitaron y las omitieron.

No obstante, destaco la poética de Rodrigo Fresán, que consistió en una sola y alusiva oración (“Cuando la novela despertó, el cuento todavía estaba ahí” [151]), acompañada de tres páginas de notas al pie. Las declaraciones de Ignacio Martínez de Pisón (285-286), Félix J. Palma (345-347) y Felipe R. Navarro (411-412) fueron refrescantemente anecdóticas y claras. De los algo pomposos dodecálogos de Andrés Neuman (313-316), me gustó una oración: “En las primeras líneas un cuento se juega la vida; en las últimas líneas, la resurrección” (314). Y esta de Félix J. Palma alude a un punto que he señalado, y hace poco recomendado, en el blog: “los cuentos que me gusta leer son los que pueden contarse” (345), entiéndase, oralmente a otra persona.

Pasemos a los cuentos en sí. Hay muchos defectos, incluso algunos recurrentes. Numerosos cuentos desperdiciaron diálogos fuertes al presentarlos de manera indirecta, enterrados en párrafos largos de descripción. Los tropiezos del lenguaje y la desnutrición de las tramas son los problemas más comunes.

Sobre el lenguaje, hay tantos autores empeñados en un lirismo desmedido que conduce a resultados cuestionables. Encontramos buenos ejemplos de esto en el cuento “Tiempo de arena al que darle la vuelta” (112-115), de Guillermo Busutil. He aquí parte del primer párrafo: “el viento rolaba suave a poniente, ahíto de haber aullado contra las fachadas mediterráneas de los edificios y de su danza eólica entre los farolillos japoneses que adornaban la entrada a la fiesta estival” (112). No es fácil llegar despierto al final de la oración, que aúlla por estar ahíta de vocablos parnasianos. En ese matorral lírico, se oculta una redundancia: “el viento […] rolaba […] ahíto […] de su danza eólica”. Es como decir que “el perro emprendía una danza canina”. Además, la primera oración dice que la “fiesta estival” ocurre en julio. En verdad, las raíces cultas de las palabras eólica y estival no esconden estas repeticiones, que muestran la falta de paciencia al buscar opciones expresivas eficaces. Estos casos no son excepcionales, sino un síntoma de los malestares del lenguaje que abundan en la antología.

El segundo problema es la delgadez de las tramas. Si bien los defectos del lenguaje atormentan más que todo a los literatos y cuentistas, lo que atrapa al público en general son las tramas fuertes, las que se pueden contar. Y ese es un punto en el que los cuentos de la antología fallan con frecuencia. Las tramas brillan por diferentes tipos de ausencias. Las hay de un experimentalismo casi ilegible, como el de “Sucedáneo: pez volador (Relato en varios tiempos e higienes)” (173-183), de Hipólito Navarro, un cuento tomado de un libro aptamente llamado El aburrimiento. Los hay de un academicismo lento, como el de “La isla de los antropólogos” (460-467), de Iban Zaldua. Si hiciera el intento de reproducir la acción de esos textos, me iría muy mal con mis interlocutores. Y ahí está en parte la razón por la cual a muchos cuentos les va mal con el mercado de los lectores.

Sospecho que detrás de casi todos los problemas de estos cuentos se esconde una cosa: el afán. Se publicaron antes de tiempo, sietemesinos, con prisa por nutrir las antologías personales de los autores. Esta frase de uno de los cuentos describe el fenómeno muy bien: “tengo la sensación de que están a medio hacer, o escritos rápidamente” (371; Joaquín Pérez Azaústre, “El encargo”).

Lamentablemente, se necesita hacer un esfuerzo para encontrar cuentos sólidos. Juan Bonilla (96-106) y Carmela Greciet (222-235) tienen buenas ideas, pero a los textos recogidos en la antología les esperaban muchas visitas al quirófano para llegar a una versión más fuerte. Si “Un plato de lentejas” (53-62), de Nuria Barrios, se redujera a una tercera parte de las páginas, y se hubiera concentrado en el problema central, tendríamos un relato contundente. “Un malentendido” (84-86), de Felipe Benítez Reyes, mantiene una calidad hipnótica que con varias revisiones podría servirle de base a un buen cuento. “A la deriva” (241-244), de Josan Hatero, es un texto narrado con soltura y buen sentido de la trama, pero necesitaba pasar por unas cuantas versiones para hacerse más enfocado y más ágil.

Hay más aciertos. “Literatura” (275-277), de F. M., triunfa como un ejercicio breve de metaficción. Es un buen cuento. “Un incendio” (395-399), de Jordí Puntí, es ingenioso; el final es fuerte, y lo sería aún más si recortara las explicaciones. Care Santos, en “Mago responsable busca señorita soltera para chou” (429-437), logró una buena voz. Los dos textos de Eloy Tizón (444-454) acertaron con un buen ritmo, que evoca algunos cuentos de John Barth. Ángel Zapata (477-485) alcanzó una languidez y un dramatismo beckettianos.

Tal vez el texto más logrado, el que más se acerca a un cuento muy bueno, es “Historia de fantasmas” (127-132), de Gonzalo Calcedo. Su principal defecto está en el exceso: descripciones de más, explicaciones que sobran. Pero el texto avanza con paso firme y confronta una situación emocionalmente exigente sin caer en el sentimentalismo. De hecho, el texto juega con el género del cuento de misterio para presentar un relato realista y familiar. Bien logrado.

Una nota sobre la edición: es muy buena. Me sorprendió que hubiera tan pocos errores (los hay, pero no muchos) en un libro tan polifónico y tan abarcador. Es una sorpresa agradable, en vista de que los libros impresos por lo general hacen gala de muchos gazapos.

Presenté un retrato parcial, lo sé. Pero son casi quinientas páginas de cuentos, y muy pocos merecen comentarios individuales. Desde luego que se podría empezar una discusión acerca de textos concretos, sobre por qué fallan y dónde fallan. No es mi propósito hacer eso aquí. Procederé de una manera semejante con los demás volúmenes de la serie Pequeñas resistencias, que amplió su enfoque para abarcar las Américas. Las notas siguientes serán más breves, pero me concentraré en lo mismo: los cuentos.

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