Pequeñas resistencias (cuatro)

(Se publicó primero en la revista HermanoCerdo, aquí)

Con el cuarto volumen de Pequeñas resistencias, el enfoque pasa a Norteamérica y al Caribe. Así, en menos de cuatro años se completó el recorrido por el mundo iberoamericano. Haberlo hecho en tan poco tiempo es una hazaña. El cuarto volumen continuó con el criterio editorial que fue más común en la serie: los autores debían haber nacido a partir de 1960 y publicado por lo menos un libro de cuentos. Se escogieron cantidades distintas de textos de cada país: tres de República Dominicana, tres de Puerto Rico, seis de Cuba, nueve de México y nueve de Estados Unidos. Con estos treinta escritores, la serie alcanzó el total de 170.

Los tres editores del volumen destacaron la variedad de los cuentos y los autores, y también se refirieron a la dificultad de publicar ficción breve. Uno de ellos comentó que, por las demoras para publicar los libros de cuentos en el mercado latinoamericano, los libros de cuentos en México “funcionan mejor como repertorios desiguales y desparramados que como propuestas sólidas o contundentes[;] se trata más de biografías de su creador que de obras en el sentido más preciso de la palabra” (22).

Yo añadiría algo a esa apreciación, en la línea de lo que he planteado como la conclusión de estas reseñas: la tradición de publicar antologías personales, motivada en parte por el afán y en otra parte por el frío recibimiento comercial que los autores anticipan para el cuento, ha empobrecido significativamente los cuentos disponibles en el mercado literario. En una antología que reseñaré más adelante, un autor mexicano de 24 años reportó haber publicado tres libros de cuentos. Si son biografías del creador, son nanobiografías. Y uno se pregunta cuántos de esos textos pasaron por los filtros que fortalecen a las obras literarias, y cuántos pudieron añejarse lo suficiente para convertirse en textos maduros. No es que no existan obras brillantes escritas por autores así de jóvenes, o escritas de prisa. Tampoco es que las antologías personales sean el objeto de una maldición. Pero la abundancia de esas antologías, junto con la tibia acogida que suelen recibir entre los lectores, es un síntoma del problema.

Pasemos de lo general a lo concreto. Como en otros volúmenes, y especialmente el primero, pululan demasiados ejemplos de experimentalismo estéril, ni memorable ni entretenido. Algunos parecen escritos con el desgano de quien no quiere perder el tiempo con personajes e historias, sino brincar directamente al canon literario.

Hay otros textos empeñados en rescatar el ritmo oneroso de ciertos narradores del siglo diecinueve. Por ejemplo, en los cuentos “La dársena” (149-158), de Javier García, y “Darjeeling” (159-168), de Ignacio Padilla, no hay ni un solo diálogo que interrumpa la marcha marcial de los párrafos densos y muchos de ellos extensísimos. Cantidades de cuentos no pueden escapar del embrujo borgiano, como lo dice uno de los textos de la antología: “Hasta aquí todo parece, o quiere parecer, un cuento de Borges” (216; Alberto Garrandés, “El hombre de Uqbar”).

El lenguaje vuelve a ser un problema, como en los volúmenes anteriores. Abunda el lenguaje rígido y anticuado, palpable en estas oraciones: “Luego de pesquisas inquisitoriales, el azar dio indefectiblemente con la respuesta” (226; Ronaldo Menéndez, “Menú insular”); “Nimbada por los apagados reflejos de cacerolas muy bruñidas, atónita, sin querer creer en mi aparición […] me miraba una mujer” (55; José Manuel Prieto, “My Brave Face”); “afianzaba su suave y níveo pie que fosforecía alrededor del esmalte violáceo metálico” (291; Elidio la Torre Lagares, “Cenotafio”). En el siguiente ejemplo, además de la pesadez producida por el desfile de adjetivos y palabras fuera de lugar, hay una molesta rima interna que he resaltado en cursiva: “poseía una fortaleza que disimulaba su bonhomía, una forma de servilismo inveterado en el que quizá se había cultivado un resentimiento callado” (155; Javier García Galiano, “La dársena”).

Lamentablemente, no encontré un cuento excelente en este volumen. Pero hay textos que llaman la atención, por diferentes razones. “Manual de autoayuda para chinos” (113-123), de Rosa Beltrán, viaja con soltura usando un narrador en segunda persona (que recuerda la voz de Lorrie Moore en Self-Help). Ana Clavel enlaza una serie de episodios aislados en “Cinco hombres y un desnudo” (125-130). El lenguaje es intrigante, con un lirismo efectivo y unos pasajes bruscos, que te obligan a leer dos veces: “Este hombre despierta mi hombre” (127), por ejemplo, o: “Su rostro emergió excitación entre mis piernas” (128).

“Meteoros 1: aire” (131-139), de Álvaro Enrigue, fue escrito con excesiva prudencia, pero maneja el suspenso de manera eficaz. “La vida real” (169-180), de Eduardo Antonio Parra, refresca el lenguaje con unas descripciones bien pensadas, y me hubiera capturado más si no se hubiera estancado en tantos flashbacks. En “El último verano de Pascal” (181-189), Cristina Rivera-Garza produjo un pequeño bildungsroman ubicado en la Nueva Era, y con unas pocas revisiones más habría logrado un cuento sólido. “Prisionero en el círculo del horizonte” (195-204), de Jorge Luis Arzola, presenta un carrusel de sospechas y desprecios que resulta divertido y, al final, inquietante.

“Promesas” (205-213), de Jesús David Curbelo, es un entretenido testimonio de las ansiedades por las que pasa un aspirante a escritor. Aunque el texto es ágil, el lenguaje es pesado tanto por la selección de palabras (“José Ignacio se aprestaba a ripostar” [206], la lechera “elucubra” [210], la tarea es “ciclópea” [211]) como por las construcciones verbales (“resultábale” [205], “contentáronse” [209]). Otro cuento sobre escritores es “El viejo, el asesino y yo” (243-261), de Ena Lucía Portela; aunque reflexiona en exceso, y a veces se engolosina con el lenguaje pesado, algunas de las observaciones son buenas (“¿Podría escribir un libro enteramente de ficción? ¿Acaso puede existir semejante libro?” [255]).

Así, terminan mis reseñas sobre Pequeñas resistencias; las próximas dos notas son sobre antologías distintas. Sin embargo, es alentador saber que la serie se resiste a dejarse extinguir. Ya se anunció, a través de Andrés Neuman, que se prepara un quinto volumen con los cuentos publicados por escritores españoles en la primera década del siglo. Espero que con ese volumen nos podamos sentar a disfrutar los nuevos brotes del cuento. Todo dependerá, claro está, de los autores.

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