Llamadas perdidas

El celular de Elsa no paraba de vibrar. El bolso entero se sacudía contra el espaldar del asiento. Ella descolgó el bolso del espaldar y lo tiró al piso, pero cayó contra una de las patas de la mesa. Así que en intervalos de cuatro segundos los vasos de agua sobre la mesa se arrugaban en anillos concéntricos. El gerente no se dio cuenta, aunque unos cinco subgerentes miraron a Elsa sin paciencia. Ella se agachó, fracasando en el intento de ser discreta. Los vasos no dejaban de tiritar. Elsa pellizcó el bolso, lo arrastró sobre sus piernas, lo plantó sobre su regazo. Se arrepintió de haber comprado una cartera con un cierre tan grande. ¿Quién diablos se la había recomendado como lo último entre “jóvenes ejecutivas”? Lo abrió por poquitos, haciendo que sus movimientos coincidieran con las palabras que el gerente decía al fondo de la sala. De todos modos se oía cada gruñido del cierre; también el celular, que seguía vibrando. Elsa deslizó la mano dentro del bolso. Sintió las llaves y el pintalabios y la agenda, todos temblando al ritmo de las vibraciones. No encontraba el bendito teléfono. Desde el otro lado de la mesa la subgerente de Telecomunicaciones le dirigió una mirada apocalíptica. Elsa sonrió. Siguió en la cacería. Finalmente sus uñas chocaron con la pantalla, que empezó a vibrar. Elsa tomó el celular de inmediato, fuerte, como para asfixiarlo. El teléfono se defendió vibrando. Elsa lo sacó de la cartera y la dejó caer calladamente sobre el piso, sin cerrarla. Tenía el teléfono sujeto en la mano y lo quería triturar, desaparecer, con todo el odio que reemplaza el amor que uno ya ni entiende ni soporta. Otra vez vibró. Elsa pensó en apagarlo, pero el celular hacía un ruido estúpido y escandaloso al apagarse, mucho peor que el de la vibración. En Movistar nadie le dijo que ese modelo vibraba así. El aire acondicionado se prendió con un golpe que agitó las ventanas de la sala de juntas y Elsa por poco suelta el teléfono. La pantalla del celular se alumbró de nuevo y vibró. Elsa la revisó con disimulo. Alcanzó a ver el nombre de su esposo, junto a un total de 19 llamadas perdidas. Otra vez las vibraciones, y Elsa supo que era inútil sofocar el sonido entre sus manos. Ni modo de esconder el celular en un bolsillo porque tenía puesta una falda. Ahora los subgerentes de Recursos humanos y de Planeación institucional, sentados a su derecha y a su izquierda, la miraron. Con desprecio. Elsa puso el teléfono entre sus piernas, entre los pliegues negros de la falda, y apretó los muslos como en la máquina para ejercitar los abductores en el gimnasio. Empezaba a tranquilizarse cuando vio ese escapulario que el subgerente de Planeación institucional vestía a toda hora. De repente a Elsa le pareció que su manera de esconder el celular era infinitamente morbosa. Rescató el teléfono, se inclinó en un nuevo intento fallido de ser discreta, puso el celular sobre el forro de cuero de la silla y se sentó en él. Sentía las vibraciones contra sus nalgas, como en el jacuzzi del club, pero por fin ya nadie lo podía escuchar. O casi nadie: el subgerente de Recursos humanos se quedó mirándola. Luego la miró la subgerente de Telecomunicaciones y después todos la miraban, cada uno de ellos la observaba en la penumbra de la sala de juntas. ¿Elsa?, preguntó el gerente. ¿Perdón?, respondió ella, sudando. La cabeza entera le vibraba. El teléfono vibraba también. ¿El reporte?, dijo él. Ah, dijo ella. Claro. Perdón. El cliente promedio actual, edades 31 a 40. Pues, brevemente, nuestros estudios indican que es un cliente que se siente traicionado. Siente que escogió una vida que sus padres le vendieron como el ideal y que ahora descubre que es una decepción. El teléfono vibra. Se siente insatisfecho. Depositó sus afectos en personas y en cosas que ya no lo satisfacen. Esas personas o cosas cambiaron, o bien fue él, el cliente, quien cambió. Vibra. Cree, más que nada, que la promesa de estabilidad fue un engaño. Su pareja se tornó insaciable, insoportable. Hasta enfermo. No hay manera de convertir en felicidad el atropello de discursos que se pelean por su atención todos los días. Los discursos del éxito material, de la felicidad desprendida, del amor cristiano, de la autosuficiencia. Bastó una mirada del subgerente de Contabilidad para que Elsa cayera en cuenta de su propio llanto. Con la mano se secó rápidamente una lágrima que llegó hasta su quijada, arrastrando los colores de todo su maquillaje. La penumbra la protegió. El teléfono vibró. El gerente comentó que el equipo de mercadeo debía ser conciente del perfil de esos clientes para poder dirigirles a ellos la próxima campaña. Apuntó hacia la franja roja de un diagrama proyectado sobre la pared y siguió hablando. El celular vibró. Elsa se agachó por el bolso y sacó un Kleenex. Se lo pasó por la cara. Frente a ella, en la mesa, su bolígrafo reposaba sobre un reporte financiero y unas hojas en blanco. Debajo de Elsa el teléfono produjo un ruido de alerta. Sus vecinos la miraron. Elsa reconoció el sonido: se estaba quedando sin batería.

Comments

  1. Fantástico, este cuento me encanta. La tensión de la vieja cada que suena el timbre. Esa desesperación por esconder el celu. Es casi un retrato de lo que nos ha pasado a muchos algunas veces.

    ReplyDelete
  2. Muy bacano. Hey vos lo pones a uno a sudar con esas historias, así fue con el de la señora que se la comían y se la comían.

    ReplyDelete
  3. Anónimo: Gracias por el comentario. Los celulares sí que tienen esa capacidad de generar ansiedades en sitios cerrados. En el caso de Elsa, pues, digamos que había agravantes.

    Juan David: Gracias también por el comentario. Por un segundo pensé que hablabas de canibalismo, pero rápidamente caí en cuenta de que te referías a la segunda parte de "Veneno". Chévere que la recordaras.

    ReplyDelete

Post a Comment

Popular posts from this blog

Vallejo desde el desbarrancadero

María Fernanda Ampuero, “Subasta”

El nuevo cuento latinoamericano